martes, 8 de diciembre de 2009

Amor, Magia y Matemáticas (III)


Conseguí un asiento en uno de los palcos y me dispuse a disfrutar de la música. Por desgracia me tocó compartir el palco con un grupo de estudiantes Erasmus españolas. Nunca he llegado a entender como un país tan bárbaro ha sido admitido en la Unión Europea, y mis dudas no hicieron más que aumentar durante la velada.


Las españolas son, en general, tan vulgares como las inglesas o las francesas, sólo que más lúbricas, y ruidosas. Obviamente aquellas individuas no estaban allí por la música, sino por un asunto mucho más mundano; al parecer tenían intenciones de fornicar con Hans Rudel-Strudel, el primer violinista de la orquesta, y descendiente directo de Hans Ulrich Rudel, héroe del ejercito nazi famoso por destruir al mando de su viejo Stuka más de 500 tanques soviéticos durante la II Guerra mundial, además de numerosos aviones, trenes y bunkers. Llegó incluso a hundir un acorazado de 27.000 toneladas repleto de comunistas.


Aquel descendiente del hombre que, sin duda, más soldados enemigos ha matado en la sangrienta historia de la humanidad, era la viva imagen del guerrero ario. Me temo que mis inoportunas compañeras de palco admiraron más sus bíceps y su corte de pelo que el despiadado virtuosismo que exhibió el frío héroe del violín.


Intenté concentrarme en la música que resultó satisfactoria sólo por momentos. Las altas expectativas despertadas por la rareza del repertorio sólo se vieron satisfechas en parte, con algunos instantes exquisitos, y la situación me exigió un gran despliegue de voluntad ya que mi mente insistía en lanzarse a nadar por océanos de melancolía o, en los escasos momentos que mi espíritu comenzaba a elevarse, las risitas excitadas de las españolas me arrancaban de mi estado de gracia para devolverme, iracundo, a la fangosa realidad


Cuando la música dejaba de ser suficiente me conformaba con el pecado venial de observar al público y entretenerme analizando estructuras óseas peculiares. Encontré en el patio de butacas réplicas bastante aproximadas de los cráneos de Schopenhauer, Nietzsche y Hitler, y en un palco vecino se sentaba la más increíble réplica de Nerva, el emperador romano. Realmente parecido al busto que se exhibe en los corredores de la galleria degli Uffizi, en Florencia.


De pronto la orquesta, tras una pausa, empezó a tocar un tema que capturó por completo mi atención. Tuve la sensación de estar escuchando algo completamente nuevo, que no se parecía a nada de lo oído hasta el momento. Mis ojos se quedaron paralizados, luego mi mirada empezó a desplazarse hacia la parte izquierda del campo visual, de manera automática, hasta posarse en un extraño palco, más pequeño que el resto, situado en la parte central del teatro.


El palco tenía espacio para una sola butaca, y sus cortinas estaban parcialmente echadas, como si estuviese desocupado, pero mis ojos acostumbrados a la penumbra pudieron vislumbrar a una joven que escuchaba el concierto con vehemente atención. Era Kara.


Me hizo mucha gracia verla allí, medio escondida en aquel extraño palco, como si se hubiese colado en el teatro sin pagar la entrada. Su aspecto inspiraba ciertamente, algo entre la risa y la compasión. Tenía el aspecto frágil e infantil de una muñeca de trapo. La muñeca de trapo que una niña hubiese olvidado en el teatro, y esperando a que su dueña volviese a buscarla hubiese cobrado vida por arte de la magia de la música.


Me pregunté quien sería, y me dediqué a espiarla un momento, hasta que pareció sentirse observada y me miró, digna y con cierta indignación. Yo sostuve su mirada divertido hasta que decidió ignorarme y seguir escuchando el concierto, pero llegó el descanso y abandoné mi palco en dirección al bar.


Por el corredor me encontré con Giuseppe. Mi viejo amigo Giuseppe, acompañado por alegres jóvenes italianas, como siempre. Sorprendido gratamente de encontrarme allí me invitó a unirme a su grupo y al finalizar el descanso continuamos escuchando el concierto en su palco, donde pude librarme al fin de las indeseables españolas, para sustituirlas por civilizadas italianas, que además eran guapas y olian muy bien


De nuevo me distraje y me puse a buscar a la muchacha-muñeca de trapo. Ahora me hallaba en la parte izquierda del teatro, y por algún motivo no conseguía encontrar el pequeño y extraño palco con las cortinas echadas. Ví mi palco anterior y a las españolas impertinentes, que seguían ignorando la música y murmurando entre ellas como idiotas. Una de ellas lucía un escote que parecía copiado de la película "Amadeus", aunque dado las limitaciones nutricionales dudo mucho la existencia de unos pechos similares en todo el siglo XVIII.


Me extrañaba en extremo no poder encontrar el misterioso palco de la muchacha-muñeca, y me pregunté qué motivo me lo impedía. Conté los pisos y los palcos, pero no hubo forma. Realmente me sentía culpable por no estar prestando más atención a la música y por eso abandoné la búsqueda una y otra vez, para retomarla de nuevo a continuación.


De pronto el mismo tema de la primera parte del concierto volvió a sonar, o al menos una variación que me lo recordó. De nuevo mi mirada se quedó fijada y empezó a desplazarse automáticamente a la derecha. Allí estaba el palco!


La muchacha seguía el concierto con la atención redoblada, en sus ojos me pareció captar el resplandor de una lágrima, lo que me emocionó… Justo en ese momento la muchacha italiana a mi izquierda notó mi distracción y me susurró al oído una burlona regañina. Mi oído izquierdo es especialmente sensible a los susurros femeninos, y la sorpresa unida a mi estado de abstracción me hizo sobresaltarme y sentir un espasmo de placer. Hacía tiempo que no sentía mi intimidad tan deliciosamente violada.


Sonreí a mi acompañante y volví la mirada al escenario. El concierto tardo poco en terminar y el público aplaudió con un entusiasmo poco sincero, en mi opinión. Nos dirigimos a los camerinos a felicitar a los artistas. Por las escaleras nos cruzamos con Hitler y Nerva… una nariz idéntica, exacta, la verdad.


El gentío se agolpaba en la entrada al patio de butacas, y arrastrado por la marea humana vi a lo lejos a la muchacha-muñeca, deslizándose discretamente hacia la salida. Sentí el impulso de acercarme a ella, pero Giuseppe me agarró del brazo y me condujo hacia el ambigú. Ella se giró un instante y nuestras miradas volvieron a encontrarse, pero enseguida se dio la vuelta y siguió su camino, sonriendo, creo yo.

Tras la obligada visita al camerino me vi reclutado a la fuerza en una juerga romántica

No hay sitio como Weimar para hacer algo tan deliciosamente pretencioso: encender antorchas para iluminar el camino hasta un claro del bosque, acompañado de sofisticados jóvenes que buscan embriagarse con la música y los espíritus hasta endemoniarse


Allí estábamos todos: Giuseppe, las italianas, Hans Rüdel-Strüdel, las españolas impertinentes y una nutrida trouppe de jovencitas dispuestas a enzarzarse con el guerrero del violín o con alguno de sus escuderos, si no quedaba más remedio


Los músicos y el resto de la compañía estaban muy alegres. Fluía el vino del Rhin como si fuese agua del río, y los músicos competían amistosamente tocando piezas clásicas y poco a poco se aventuraban con temas pop e incluso rock, que resultaba bizarro escuchar interpretados con instrumentos clásicos. Un pedante ebrio se levantó y empezó a declamar algunos versos de Ossian, consiguiendo inesperadamente un silencio respetuoso, pero luego el muy inepto se olvidó de los versos, trastabilló y brotaron las carcajadas, de modo que le fue imposible recobrar la atención de la audiencia


La exuberante española desparramaba su terrenal encanto a escasa distancia de Hans, compitiendo furiosamente con otras aspirantes no menos dotadas. Hans sonreía on desdén y parecía reservarse, ya que su violín descansaba en el estuche de terciopelo. Era nada menos que un Guarnerius de 1742, aquella antigüalla había pasado por las manos de Mozart, y su historia podría llenar más páginas que la de los Estados Unidos de América.


Hans me vió y me reconoció. Los dos habíamos coincidido muchos años antes, en alguno de esos sonrojantes concursos para niños prodigio, y a la tierna edad de 8 años resultamos ganadores ex – aqueo de la Competición Internacional de Violin de Hannover.


“Norbert! Rata de biblioteca! Veo que te has escapado de tu caverna para que te de un poco la luz, mírate! Estás pálido muchacho, y que delgado se te ve! Estás comiendo bien?”


Sin inmutarme adopté inmediatamente mi máscara festiva y repliqué:


“¡Hans! Estoy bien, gracias por preocuparte por mi salud, aunque no te molestes, ya tengo a una abuela de 82 años que se encarga de eso. Tu en cambio estás radiante, si tu carrera musical fracasa seguro que encontrarás trabajo en alguna empresa de mudanzas”


Hans se rió y se acercó a estrecharme la mano, con su garra de acero. Tuve que hacer un esfuerzo para no revelar el dolor causado por su apretón mortal, a la vez que me daba unas palmadas en la espalda que habrían tumbado al caballo de un Curaissier para luego dirigirse a los presentes y decir:


“Aquí donde lo veis, Norbert, con este aspecto de prisionero de Auswicht, es un músico potable. Si no le tuviese miedo a los focos podría haber echo una carrera bastante digna en la música ¿Sigues tocando el violín?


“Bueno, Hans, por supuesto que sigo tocando para relajarme, pero la mayoría de mi tiempo lo dedico a cosas menos frívolas... Tu en cambio te ganas la vida dignamente con esto ¿no? ¿Sigues viviendo con tus padres?”


“Jajajaja” Hans es uno de esos hombretones que se ríen constantemente por todo, con menos criterio que un saco de la risa Algunos dirían que es un imbécil, pero no es tan mal chico, para haber nacido en una familia de millonarios neo-nazis.


“Venga Norbert, deleitanos con algo de tu repertorio, o se te han oxidado los dedos con el polvo de tiza?”

Sacó el Guarnerius del estuche, y me lo tendió con elegancia. Todas las miradas se volvieron hacia mí, hombres y mujeres me miraban divertidos, sin duda esperando verme humillado por aquel Hércules, y me di cuenta de que no era posible retroceder ante la llamada de la selva. En especial, por alguna debilidad de mi carácter, sentía la necesidad de demostrale algo a la super-vixen española


Sonreí y le dije a Hans, “Está bien, muchacho, pero no quiero humillarte y privarte innecesariamente de cierta gloria, así que toca tu primero”


Hans se colocó el violín en el hombro y sonriendo a los presentes atacó el Caprice No. 24 de Paganini. Las piezas de Paganini son en general, la pesadilla de los estudiantes de violín, y el Caprice No. 24 es quizá una de las que más obstáculos técnicos presenta. Hans los sorteó como un atleta, era portentoso ver sus dedos moverse y resolver pizzicatos, escalas y arpeggios. Ejecutó una interpretación obscenamente perfecta, pero, con honestidad, no logró conmoverme.


Cuando terminó todos aplaudieron con ganas, aunque creo que más excitados por la competición que por la música. Recogí el violín de sus manos y la verdad es que estaba nervioso, y por poco se me cae, lo que fue recibido por los presentes con alborozo


Decidí no inmutarme y me tomé mi tiempo para familiarizarme con el prodigio de la artesanía que tenía en mis manos. Confieso que llevaba tiempo sin tocar, y más aún con un instrumento de tal calibre. Sentí la suave madera centenaria junto a mi mejilla. Acaricie las cuerdas notando su tacto y su pausada vibración tan deliciosa como una promesa de amor verdadero.


La audiencia se impacientaba y me azuzaba con vituperios chistosos, pero yo no hice caso, y esperé a que se callasen antes de empezar a tocar.


A riesgo de ser obvio interpreté mi pieza favorita: el Clair de Lune, de Debussy. No es una pieza que de lo mejor de si misma en un sólo de violin, pero que el demonio me lleve si no es adecuada para que la interprete un pobre matemático loco borracho de desamor.


Las notas pasaba del violín a mi cuerpo, vibrando al unísono con cada una de mis fibras nerviosas. Mis dedos estaban allí, trabajando duramente, pero yo no los sentía, la música brotaba de algún lugar oscuro en mi memoria y pasaba al instrumento como por cables de oro, y de ahí a la noche


Cuando terminé se hizo el silencio, el escalofrío del fracaso, pero antes de poder recobrar la calma vi que había lágrimas en algunos ojos, en especial los de la española, que ganó puntos instantáneamente en mi estima. Hasta el frío Hans parecía perturbado. Todos rompieron a aplaudir. Tres o cuatro jovencitas se abalanzaron sobre mi para comerme a besos. El corazón había vencido al músculo una vez más. Meses después me enteré de la inclusión del Clair de Lune en cierto blockbuster Hollywoodiense para adolescentes, pero me resisto a admitir que tuvo algo que ver con mi triunfo.


El resto de la noche fue confuso como un torbellino. Rodaron las copas y los cuerpos. La española me sonrió desde una esquina y no hizo falta más, me acerqué a ella y empezamos a bailar al son de Johnny be Good, que varios locos tocaban y cantaban como posesos.


La española bebía cerveza y sostenía dos botellas a la vez, una en cada mano. Con mis rudimentarios conocimientos del cervantino lenguaje le hice notar que aquello no estaba bien: “los médicos recomiendan beberlas de una en una ¿Sabes?” Ella se rió y me indicó que una de las botellas se la estaba guardando a su amiga, muy ocupada con un fornido percusionista. “Lo malo es que si te caes bailando, bastante probable en tu estado, puedes hacerte daño”. Sonrió maliciosamente y se colocó una de las botellas entre los pechos, una solución bastante práctica, aunque no muy recomendable para conservar la cerveza fresca. La hice inclinarse hacia delante, y, arrodillándome, bebí el líquido que manaba de la botella entre sus pechos


Este acto despertó algún apetito primitivo en ella, y creo que le pareció justo que yo la correspondiese dándole de beber de un modo similar. Me cogió de la mano y me arrastró a la oscuridad del bosque, donde se desabrochó los botones de la blusa y casi con violencia apretó mis manos contra sus fuertes tetas ibéricas.


La verdad es que hay mucho que decir a favor de una mujer con unos pechos grandes y hermosos. La felicidad que da tocarlos no tiene par. Gracias a esto me fue fácil satisfacer a la ansiosa y sedienta española en poco tiempo, abrazados contra un hermoso ejemplar de Querqus robur. No pude evitar fijarme en una curiosa variedad de liquen que crecía en el tronco, y me prometí volver al dia siguiente para observarlo y tomar una muestra para mi colección


Devolví a la española al claro sin llegar a preguntarle su nombre. Una deliciosa y mágica melancolía me invadía inexorable, pero era una melancolía buena. Aprobechando la confusión reinante, robé el violín de Hans y me fui sólo a tocar al bosque. Vagué por senderos oscuros en la hora de las brujas y las hadas. Encontré el lugar idoneo en un pequeño recodo donde el arrollo formaba una catarata casi perfecta que no llegaba a perturbar la superficie del estanque poblado de nenúfares.


Estuve tocando durante un tiempo que me sería imposible precisar, presa de un trance embriagador. Cuando el frío previo al amanecer me devolvió a la realidad la vi, observándome risueña agazapada entre los árboles. Era Kara. La miré y balbucí alguna palabra, pero ella se escabulló sutilmente y desapareció en el bosque


Caminé feliz de regreso a mi hospedaje antes que despuntase la mañana. La compañía de juerguistas se había disuelto pero aún se escuchaban risas y murmullos apagados aquí y allá entre la espesura. Pasé junto a la estatua de Shakespeare cercana a la casa de campo de Goethe, y me pareció apropiado confiarle el violín de Hans. Allí se quedó, junto a la efigie del Bardo